La historia que paso a contar,
sucedió tal vez hace mucho tiempo, o quizás no tanto, si es que me aventuro a
cuestionar la veracidad con que pueda yo cuantificar el paso del tiempo.
En parajes solitarios, en medio de la
montaña, muy lejos del ruido de la ciudad,
existía una casta guerrera que, bajo la peculiar instrucción y cuidado
de su Maestro, conocido como Umqalisi, dedicaban el tiempo al aprendizaje de
los misterios de la vida y las artes de la estrategia.
Vivían en la soledad de sus templos,
esperando el momento del gran viaje, que cada uno debía realizar, una vez
alcanzada cierta madurez en el desarrollo de las artes. Los discípulos
esperaban ansiosos el momento en que, ellos mismos, pudieran verse enfrentados
a las condiciones que les destinara la batalla, mientras desconocían incluso la
naturaleza de la misma, que los esperaba a lo largo del camino.
No es mucho lo que se sabe acerca de
los pormenores de la técnica que aquel Maestro utilizaba, siendo parte del misterio que acompaña a esta
leyenda. Aun así, ha llegado a oídos de algunos cuantos la existencia de “la
legendaria técnica de las tres vendas”, asunto primordial que motiva mi relato.
Cuentan los ancianos que poco antes
de que cada guerrero comenzara su viaje, en que se alejaba de la montaña para
partir rumbo a la batalla, eran llamados individualmente ante la presencia de
Umqalisi, el Maestro.
En completo silencio, y luego de
algunas acciones ritualistas, les indicaba tenderse en el piso. Así, manteniendo
el silencio, colocaba una venda entrelazada alrededor del hombro izquierdo, y
luego pasaba por atrás de la espalda, para cubrir el hombro derecho, con la
siguiente mitad de la venda.
Terminado el proceso, tomaba una
segunda venda, que untada en una preparación de miel, a forma de pegamento.
Esta venda cubría la mayor parte de la espalda.
La tercera venda rodeaba el cuello de
cada discípulo, sin mayor presión que la necesaria para mantenerse en su sitio.
Así, cada uno se ponía de pie, y tras realizar los últimos movimientos del
ritual, recibía la bendición del Maestro, para comenzar el viaje a su destino. Uno
a uno iban pasando, y salían con el rumbo que les daban sus pasos.
Cierto día, algo cambió. Todos, en
completo silencio, seguían el ritual…, excepto uno. Mientras este discípulo
yacía en el piso, y en momentos en que su Maestro sellaba la tercera venda,
giró la cabeza y se atrevió a preguntar: ¿Maestro, porqué cubres de vendas
nuestro cuerpo…, es que acaso estas vendas serán capaces de detener la acción
de un cuchillo o una espada en el campo de batalla?
El Maestro, silencioso aún, se
incorporó, con ademán de seguir escuchando al discípulo.
Como aquel no obtuvo respuesta, y vio
que su Maestro lo escuchaba, continuó: ¿Es que acaso cada venda que protege mis
hombros, mi espalda, y el cuello, no son también necesarias en mis ojos y mi
corazón, que aún se encuentran descubiertos?...
La mirada de Umqalisi dejaba ver el
soplo del viento en los árboles, mientras su respiración parecía llevar el
compás con que se acumulan las gotas de rocío.
Con una leve sonrisa, y la mirada
satisfecha del que enseña y es llamado a responder, Umqalisi comienza a decir:
Hijo
mío, las vendas que llevas puestas, por nada son de protección ante la
acción del cuchillo o la espada que ponga el destino en tu camino. Son más un
recordatorio, para que puedas ver mientras caminas, todo aquello que contigo
sucede.
Sobre tus hombros, a medida que
avances en el sendero, sentirás el peso de la carga. A veces, será un poco más
ligera, otras veces no tanto, pero con el correr del tiempo tus hombros irán
fortaleciéndose, aun cuando no podrás evitar el dolor en ellos. Si quieres
avanzar, recuerda esto, y que el dolor no te detenga, porque no solo eres capaz
de llevar tu carga, sino que cada vez serás capaz de cargar aún más peso.
La venda que cubre tu espalda,
adherida con la dulce miel, te recuerda que podrás recibir una caricia, un
golpe tierno sobre ella, pero que podría convertirse, en un pestañear, en una
verdadera puñalada. No pienses que esto te causará la muerte. Mientras no dejes
que tu respiración se detenga, permanecerás con vida. Recuerda esto, y verás cómo el dolor del
cuchillo que te atraviesa se desvanece, una vez que la herida cicatriza.
La tercera venda, que cubre tu cuello,
es para recordarte que puedes perder la cabeza, por acción de una espada o por
tu propio descuido. Mantén tu cabeza fría y sé atento en cada paso que das.
Mantente despierto y despejado, y así podrás siempre mantener tu norte.
En cuanto a tus ojos y el corazón, no
puedes emprender el viaje si están cubiertos. Recuerda desde ya su existencia,
y no la olvides, porque a través de tus ojos, aquellos que encuentres, podrán
ver la luz de tu alma, y será tu corazón quien te guíe en la batalla.
Es preciso que te esmeres en que,
cuando el viento sople fuerte, y tus ojos se vean conmovidos por la arena, tú
no desfallezcas. Recibe esto como una bendición, porque no podrás confundirte
ante las irrealidades que también busquen atormentarte. Cierra tus ojos y deja
que sea el corazón quien te guíe.
Cuando este último se vea confrontado
por la exigencia del camino, respira profundo y olvida todo lo que te he dicho.
Busca alivio en los pequeños rayos que emergen del amanecer, y en las primeras
gotas de luna del anochecer. Que sea el despertar temprano y la noche serena
quienes te acompañen, mientras olvidas todas mis palabras.
Esto es, hijo mío, señal de que has
dado tus primeros pasos. El camino, en este punto, recién comienza para ti.
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